Palabra: si mi ritmo de lectura hoy fuera tan glotón e indiferente como el que tenía en los años de universidad, ya habría despachado los primeros cuatro libros de la saga A Song of Ice and Fire de George R. R. Martin y tendría algo que decir que estuviera menos afectado de prejuicios o, por lo menos, mejor argumentado. Pero como no, y como lo poco que leo lo dedico a los autores que más me gustan y de los que no he podido leer todo lo que quisiera, me queda al menos la opción de ver la primera temporada de la serie de HBO basada en la primera novela, A Game of Thrones.
Al no haber leído el libro no puedo excitarme desvergonzadamente por las fidelidades de la serie o airarme hasta la diatriba por sus infidelidades. Sin embargo, si de lo que vi dependiera la lectura debo decir que, así fuera tan indiferente y glotón como hace años, me costaría trabajo mentalizarme para dedicar tiempo y distintas clases de energía a una saga que no sólo sigue inconclusa después de cerca de 5000 páginas sino en la que parece que no pasa mucho. Los primeros cinco capítulos de Game of Thrones funcionan como un epílogo a eventos mucho más interesantes que ocurrieron todos en el pasado, mientras que los últimos cinco son el prólogo a eventos mucho más interesantes que tal vez ocurran en el volumen siete de la saga (séptima temporada de la serie), Dios mediante y si el autor no descubre de pronto a la mitad de la escritura del sexto que necesita expandir un poquito más la historia para aclarar mejor algo que va a pasar, algún día, y que es terrible. Hay una insatisfacción comparable a la que produce la saga de La guerra de las galaxias: si esta es la historia más interesante que este mundo tiene para contar, entonces deben aburrirse montones: traiciones siempre ha habido, así como inviernos largos, amores, guerras… ¿por qué justamente este momento de una historia que se sugiere larga y compleja?
Pero algo que me molesta aún más es que, por alguna razón a la que sólo se me ocurre llamar ‘triste convención sin reflexión’, se da por supuesto que fantasía equivale a espadas(*) y caballos. Tan extraños nos resultan el mundo y la historia que con eso debemos tener suficiente para sentirnos transportados a un universo fantástico. Tan otra cosa es nuestro pasado y tan ajenas sus formas de vida y pensamiento que hoy estimulan nuestra imaginación hasta el éxtasis. Tengo entendido que más adelante (volúmenes ocho o doce, tal vez, o creo que los apéndices del mapa de una nota al pie) habrá dragones y más muertos vivientes (sí, hay muertos vivientes; o por lo menos congelados que caminan, algo así), pero por el momento el paisaje es más bien estéril. Ni siquiera se ve mucha imaginación en las gentes de ese mundo: ¿que los bárbaros hablan una lengua gutural en la que no existe la palabra gracias, son de piel oscura y en sus bodas tienen sexo frente a todo el mundo y arman trifulca por nada porque no es una buena boda si no hay por lo menos tres muertos? Con razón nunca van a salir de bárbaros. ¿Que los malos son malísimos e incestuosos o proxenetas (no podían ser buenos cocineros, tenían que ser incestuosos o proxenetas) y los buenos buenísimos y estúpidos? Sirva como confirmación de que la sinonimia entre bondad y estupidez es más común de lo que uno cree.
En este punto del blog, volver a la queja por la inversión de demasiadas páginas en contar una historia que seguramente no las necesita es peor que redundante. Sin embargo, en esta clase de casos particulares, es decir, las sagas de fantasía épica, se ve que la extensión y la partición de la historia en muchos volúmenes ya no es un asunto de necesidad, si alguna vez lo fue, sino de pura inercia convencional, descontando de la discusión, por obvia, la inercia comercial. El estándar tolkieniano ha sido y seguirá siendo la meta a vencer; pero que la mejor manera que se les ocurra prácticamente a todos los autores para intentarlo sea escribir sagas de más de tres volúmenes, mientras que las variaciones de sustancia son mínimas o ineficaces, es sólo la prueba superflua de una crisis imaginativa. Lo triste es que se trate de una crisis tal en medio del género que debería sentirse más orgulloso de poder eludirlas, de un género que lleva el nombre de un reino sin fronteras. De la fantasía no nos queda más que el nombre. Por fortuna sólo exagero para efectos dramáticos, y esa verdad, aunque a medias, es especialmente verdad para la fantasía épica, apenas una rama de todo el género.
Ahora, debo decir que deseo estar siendo injusto, que espero equivocarme. Tal vez la serie no le da la talla a las novelas, tal vez Martin sea un excelente prosista y un maestro del ritmo, tal vez las motivaciones de los personajes no se vean tan básicas al estar presentadas de una manera más convincente y con parlamentos menos efectistas. No quiero dejar de reconocer que sólo es una cuestión de gusto y, sobre todo en mi caso, de disfunción lectora, y que no pueden establecerse criterios para valorar la calidad de una obra partiendo de una interpretación profundamente afectada por esos aspectos (bueno, en cuanto al gusto puede darse una discusión de lo más interesante y necesaria). Si mi torpeza e ignorancia me han hecho calumniar a una de las mejores sagas de la literatura, sólo me queda pedir perdón y compasión. Castigo suficiente será no leerla.
* Este es un colmo ya presentado con cierta eficacia en 1986 por la película Highlander, donde casi se puede pensar que la inmortalidad de los protagonistas es sólo un pretexto para justificar duelos de espada a muerte en plena Nueva York de finales del siglo XX.
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1 comentario:
Realmente la adaptación yo creo que ha sido bastante buena, con sus más y sus menos, pero yo creo que en el fondo va a acabar saliendo un proyecto bastante bueno y pulido y si no, no hay mas que ir viendo las imágenes de las siguientes temporadas de Game of Thrones y además, el escritor debe de estar detrás de la adaptación, lo que siempre es una garantía, aunque admito que realmente tienes razón con muchos puntos, como con el de los Inmortales y el de que parece que fantasía tiene que ser siempre caballos y espadas.
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