En 1845 una expedición inglesa compuesta por los barcos Terror y Erebus partió hacia el Ártico con la misión y la esperanza de encontrar un paso noroccidental para el Asia. Esa parte es historia. El verano, sin embargo, no fue lo suficientemente benévolo y los barcos quedaron atrapados por el hielo. Las tripulaciones comenzaron a morir de hambre, de frío o con la ayuda de los miembros menos escrupulosos, hasta que una criatura llegada desde lo más blanco del paisaje las distrajo de sus desgracias a mordiscos. Esta parte es ficción. Ahora, imaginen cómo sería Alien si la criatura no fuera el octavo pasajero sino, modestamente, el centésimo vigésimo quinto, y Ridley Scott estuviera dispuesto a contarnos con toda paciencia la historia de cómo todos ellos menos una son devorados. Pues bien, más o menos eso es lo que nos presenta Dan Simmons en The Terror, todo ello agravado por la bravuconada de querer demostrar que la palabra es mejor que la imagen, al punto de que no sólo mil de ellas sean necesarias para superarla sino que, por qué no, hagamos de una vez que sean dos mil.
The Terror es básicamente una historia sobre estar detenido en el espacio con una percepción alterada del tiempo. Podría ser, con otro autor y en manos de otros intereses, un relato contemplativo, introspectivo y casi filosófico, pero no lo es. Esto lo único que quiere decir es que no es la novela que yo habría esperado o deseado (más lo segundo que lo primero, dado que ya conocía la obra de Simmons) y no tiene por lo tanto validez como crítica, pero las decisiones narrativas tomadas por Dan Simmons, aunque finalmente cumplen con su objetivo de contar una historia, no pueden verse como las más apropiadas.
Por una parte está la insistencia con que se detiene en datos que ya habían quedado expuestos. Repite una y otra vez que el contacto con el metal congelado puede despellejar al desprevenido, o que la comida enlatada está contaminada, o que la cosa que está afuera los acecha. En cierto momento, un camarero quiere sugerirle al capitán una solución para sus problemas, pero antes siente la necesidad de contextualizarlo por páginas, contándole los detalles de la anterior expedición en la que se presentó una situación similar. El capitán, mientras tanto, se remueve incómodo en su silla, pensando y diciendo que ya sabe todo eso, que, por favor, vaya al grano, y el camarero sigue como si nada con su exposición. Por fin, piensa el lector, un personaje en mi situación, ¿será que finalmente el autor entendió la sensación que produce su novela? Lo sorprendente es que esta escena ocurre justo en la mitad del libro. Aburrido, dejé de leer como por un año. Cuando lo retomé estaba preocupado de no reconocer a los personajes o no recordar cuál había sido la última situación en que los había visto. Pero Simmons, la mata de la consideración, parece haber pensado en ello, pues en cada capítulo vuelve a repetir quién es cada personaje y qué fue lo último que hizo, como si apareciera por primera vez. Cada detalle de información se insiste hasta la náusea, gracias a un narrador omnisciente que parece tener una excepción a su sabiduría y es la conciencia de estar narrando algo.
Por otra parte, y supongo que esto se debe a su interés en un público más bien definido, está la morosidad con que describe la muerte de los personajes, casi como si se tratara de hacer el ejercicio de imaginar distintas formas de deshacerse de 125 marinos y dar cuenta del mayor número de ellas. No quiero decir que haya algo malo en presentar la muerte en un relato; lo que quiero subrayar es la impresión dejada por el libro de que la relación de todas esas muertes se convierte más en una forma de llenar el tiempo de lectura (solidificado en páginas y páginas de papel con pequeñas manchas sucesivas de tinta) y amenizar la espera de lo que no va a pasar (porque finalmente de eso se trata, de que nada más que la muerte ocurre), que de alguna necesidad narrativa con alguna finalidad clara para alegría de la obra. Si se quiere hablar de la muerte da prácticamente lo mismo hablar de tres muertes que de ciento veinticinco.
Sin embargo, el estilo moroso de Simmons funciona a favor de las descripciones, las que, en la mayoría de casos, resolvemos por acumulación de datos. Por supuesto, una descripción extensa no es lo mismo que una descripción vívida o intensa (aunque ocasionalmente puedan coincidir), por más detallada que sea. En el caso menos afortunado, la densidad de detalle sólo llega a escenografía, pero como la novela de la que estamos hablando es una que depende en gran parte de su escenografía (tratándose de la historia de un naufragio y de la imposibilidad de actuar que conlleva, no queda mucho en esta clase de historia más que “mirar el paisaje”), la jugada favorece al relato.
Ahora bien, ¿fábula sobre la fragilidad del hombre ante el poder inmensurable de la naturaleza? ¿Sobre la fragilidad del hombre ante el mal, encarnado en otros hombres? ¿Sobre la fragilidad del hombre ante lo desconocido, lo sobrenatural? Mucho mejor: la novela de Simmons es todo eso. Y por si acaso quedan dudas, el autor se encarga de iluminarnos el camino hacia la interpretación en el capítulo final, dejándonos bien en claro que se trata de un libro con mensaje. Finalmente, el logro incuestionable de The Terror resulta paradójico. Dan Simmons ha escrito una prolongada parábola de la indiferencia. A cada lector le corresponde decidir si se trata de la indiferencia del universo ante el destino humano mientras agoniza o su propia indiferencia ante una historia que prácticamente ha quedado contada en las primeras páginas y que espera de nosotros, por alguna gracia, a que nos quedemos con ella hasta el final, aun sabiendo que no hace méritos.
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