El steampunk de hoy, el que se multiplica con nuestra falta de interés, es una nostalgia al cuadrado por un pasado no tan remoto. Ya de por sí nostálgico hace más de veinte años, al elegir escenarios, personajes, tramas de siglos anteriores, hoy es nostálgico porque quiere revivir una sensación que originalmente le fue contemporánea y que se ha ido diluyendo.
En el principio, poco antes y poco después de recibir su nombre, el steampunk era una rama de la literatura fantástica que tenía más bien poco que ver con vapor y con el punk, más bien con anacronismo, conspiraciones, historias secretas que podían ser historias alternas, multitud de tramas entremezcladas con multitud de personajes y estilos, por lo general tomados directa y descaradamente de otras fuentes literarias, y con un ritmo apenas apropiado para articular todo eso sin perder al lector. Pero de un momento a otro apareció vestido de armadura, rodeado de corazas y erizado de chimeneas, sufriendo, al igual que su primo hermano mayor, el cyberpunk, de una interpretación demasiado literal de su nombre.
Cuando el steampunk todavía no chasqueaba y silbaba ese trabajo le correspondía al cyberpunk, aunque en su versión más simplificada: el límite entre humano y máquina se cruzaba pero no se desdibujaba, los dos se fusionaban pero siempre había algo que se encargaba de recordar que la fusión no era natural o, por lo menos, que era imposible ignorarla: la personalidad convertida en software se enloquecía, los ojos, las uñas, los brazos prostéticos fallaban o dolían o entristecían a su dueño por lo que significaban o no llegaban a significar. Si bien nada de eso fue invento del cyberpunk, pues antecedentes había, remontándose, por ejemplo, a 1952 con
Limbo de Bernard Wolfe o a la década de los setenta con
Crash (1973) de J.G. Ballard y la obra de John Varley, pasando por
Nova (1968) de Delany, en los ochenta le correspondió darle un nuevo giro a ese compendio de temas, problematizándolos de otra manera y de paso popularizándolos. Por razones relacionadas con el estado de las cosas y el espíritu de los tiempos, encontraron en ese momento y público la atención necesaria.
Pero fue esa misma atención la que hizo que el cyberpunk pasara de especulación o propuesta a finalidad. Con el tiempo, parte del mundo comenzó a parecerse más y más a lo que se había imaginado, no porque los autores fueran profetas o adivinos sino porque la identificación con el género permitía seguir un mismo camino. Poco después tuvimos dos cyberpunks: el que quería seguir fiel a sus raíces y al imaginario propuesto en
Bladerunner (y que es, por lo general, el que podemos ver en el cine) y el que había crecido a la par con la bola que había echado a rodar y que había ido adoptando nuevas ideas y reflexiones de la ciencia y la tecnología, conservando del original el humor, la actitud, más que sus imágenes o motivos. Afortunada o desafortunadamente no tenía nombre, así que simplemente se decidió que era otra cosa o, si acaso, una manifestación renovada de la original. Pero en ella, o con ella o a partir de ella, el límite violento entre lo humano y la máquina comenzó a desdibujarse: la biología quiso reemplazar a la cibernética, la interacción con el artefacto se hizo más íntima, la inteligencia artificial más cercana. Las inquietudes, obviamente, pasaron a ser otras, tal vez nuevas versiones, pero, en cuestión de impacto y trauma, diferentes.
Allí es donde vuelve a entrar el steampunk. Una vez convertido en una rama de la ciencia ficción (al menos en apariencia) pasó a ser el espacio para representar de nuevo, y de forma convincente, el choque en el límite imposible entre humano y máquina. La máquina de vapor es la máquina por excelencia, que aspira a ser entendida e interpretada como tal y no como una versión incipiente de un organismo en camino a la evolución, y por ello es imposible (con)fundirla con lo humano: siempre habrá una superficie, un brillo, un sonido que nos recuerde su presencia, a lo cual también contribuye su tamaño irreductible. A través del steampunk podemos mantener la tecnología a raya, o crear una ilusión de que es así. En ese sentido, aunque parezca una celebración de la fusión, el steampunk de hoy sería más ludita que tecnófilo.