[NOTA: última de las cuatro reseñas perdidas. Los lectores de este blog (si semejante criatura existe y no es cosa de ciencia ficción) recordarán un despotrique similar de hace un par de años.]
La prueba de que la expectativa puede ser perjudicial. No se trata de una decepción en el sentido más fuerte de la palabra, porque de todos modos es un buen libro, con una bonita historia, sino de la decepción ante la novela tan grande y positivamente comentada, ganadora de casi todos los premios (cosa que no pasaba hace muchos años y que entonces representó buenos títulos) (seguramente voy a recordar luego alguna excepción tremenda, pero mientras eso pasa, salga y valga la generalización), de un autor admirado con ciertas reservas pero con un dominio respetable de lo fantástico.
Con tristeza, el estilo resultó más bien plano y la secuencia narrativa molestamente predecible. Casi se podían adivinar desde el principio del capítulo las palabras que los personajes usarían. Y entristece más aun pensar que una posible razón sea que el público esperado (y aspirado) así lo exige: es decir, el viejo y torpe prejuicio (de doble filo, además) de que los niños necesitan un lenguaje poco elaborado junto con una historia vieja como el mundo, apenas actualizada en detalles de escenario, en este caso unos papás que trabajan en computadores o una Coraline semiindependiente que calienta su porción de pizza congelada en el microondas.
En su contra también, y contribuyendo a tanta tristeza tan mentada, está su escala. Culpo de ello a quienes se pusieron en el ocio de halarle los cabellos a la mención de Narnia o el País de las Maravillas, pues el mundo al que llega Coraline, aunque tan vasto como su mundo original, es mínimo. Las dimensiones hacen parte del juego: Narnia cabe en un armario y el País de las Maravillas en una madriguera; coherentemente, la otra casa de Coraline cabe en un muro de ladrillos… Ya que se ha llegado al terreno de las comparaciones, recordemos, con la sonrisa que merece, El viaje de Chihiro.
Pero reconozco que en esa diferencia de escala podría (incluso debería) encontrarse el mérito de Coraline, o uno de ellos: no se requiere un macrouniverso para que el propio esté en juego. Por otra parte, y por la misma, los personajes son encantadores, uno de ellos hasta memorable («—Podríamos ser amigos, ¿verdad?— dijo Coraline./ —Podríamos ser alguna especie de cría exótica de elefante africano bailarín— dijo el gato. —Pero no lo somos…»), y la valentía de la protagonista es bastante creíble y felizmente exenta de proselitismo (es decir, no es del tipo “niños: es bueno y necesario ser valientes”). Queda suficiente misterio irresuelto al final como para conservar la sensación de extrañeza, y hay algunos momentos que rozan el miedo: un teatro abandonado y a medio deshacer o una persecución en un sótano.
Hay que decir, también, que algunas de sus imágenes más efectivas y hermosas no están precisamente relacionadas con el argumento central; por ejemplo, el teatro lleno de perros o el coro de ratas tienen un poder momentáneo y feliz, pero insuficiente. Sin embargo, esto último es algo más bien común en Gaiman, quien tiene la capacidad de iluminar con una sola frase toda una página que de otra manera sería (muy) corriente. Me queda la sospecha de si su mérito como autor se encuentra sobre todo en fragmentos casuales, más para subrayar, con sorpresa las primeras veces, con cansado déjà vu las siguientes, como los que salpican casi toda la serie de Sandman.
Y una gran duda: ¿cuál es el límite para el pretexto de las historias y los temas universales, sobre todo en lo que a predictibilidad respecta? ¿Y en cuanto a su necesidad? El miedo, así como el valor que lo enfrenta, seguirán presentes, pero ¿debe el orden de los factores no afectar el producto indefinidamente? Sobre todo vaya la pregunta para el caso específico de los libros infantiles. Tal vez si se demuestra o comenzamos a creer todos al tiempo en la reencarnación, dejaremos de sobredimensionar la inexperiencia de los niños y de sus ojos sorprendidos de cualquier cosa.
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