viernes, 18 de junio de 2010

José Saramago (1922-2010)

Murió el escritor portugués José Saramago, famoso en primer lugar por haber ganado el Nobel en 1998, en segundo lugar por algunas opiniones más o menos afortunadas y en tercer lugar porque, a raíz de lo anterior, tal vez alguien lo leyó. Hace muchos años tuve un profesor bastante mediocre, de cuyo nombre me acuerdo a veces, que leía sólo a los ganadores del Nobel y que declaró que Saramago sería, con el paso del tiempo, "un coloso". No me atrevo a decir que es así (de pronto no todavía), pero sí pareciera que en algunos aspectos, no siempre literarios, su figura llegó a ser imprescindible.

Cada año en octubre, cuando se anuncia el nuevo ganador del Nobel de Literatura, algunos miembros de la comunidad de la CF con memorias cortas o una grandísima capacidad de asombro vuelven a preguntarse por qué ningún escritor del género ha ganado el premio y cuáles serían, de entre quienes al menos respiran así mucho ya no escriban, los mejores candidatos que tenemos para ofrecer. Una reacción igual de común con que suelen encontrarse es la que recuerda que algunos de quienes han ganado el premio han cometido de cuando en cuando fantasía o ciencia ficción, de lo que Saramago tal vez podría ser el mejor ejemplo.

El último cuento de su libro Casi un objeto (1978), titulado "Cosas", es una distopía con un inevitable aire huxley-orwelliano, aunque tiene algo de fábula que la distancia de esos clásicos y le da cierta atemporalidad. En 1982 publicó Memorial del convento, que es una bellísima fantasía histórica y mi novela favorita de entre las que he leído de él. De 1986 es La balsa de piedra, otra fantasía, y de 1989 Historia del cerco de Lisboa, que tiene elementos de ucronía. Ensayo sobre la ceguera, de 1995, es una catástrofe que, en palabras de un conocido de tiempo atrás, es una versión sofisticada de El día de los trífidos de Wyndham. Es su novela más conocida por ser la que estaba más a la mano cuando le correspondió el Nobel, aunque el año del premio publicara Todos los nombres, una fantasía burocrática a la Kafka. Después vendrían La caverna (2000), una fábula sobre el terror de los centros comerciales, que se adelantaría en seis años al Kingdon Come de Ballard (quien, sin embargo, seguiría siendo el autor más apropiado para el tema), y El hombre duplicado (2002) y Las intermitencias de la muerte (2005), a medio camino entre la fantasía y la CF. Podríamos incluir también el Evangelio según Jesucristo (1991) y la última, Caín (2009), como fantasías o ucronías bíblicas, o, si queremos, riffs metaficcionales.

Creo que era Robert Silverberg, al hablar de Harlan Ellison, quien decía que había ciertos autores cuyos textos tenían una voz narradora tan característica que resultaba inevitable hacer de cuenta que eran ellos mismos quienes nos hablaban siempre, porque su presencia detrás del relato era tan fuerte que saltaba a un primer lugar. Ocurre así con Saramago, y aunque hay veces en que su voz y sus reflexiones tienen algo regañón, sermoneador, como narraciones sus obras también son notables y sus historias pueden ser razón suficiente para seguir adelante. Otra de sus famas es su estilo de frases largas con poca puntuación. Saramago utilizaba sólo comas y puntos, más las primeras que los segundos, y en alguna ocasión pensé que así serían los libros de la biblioteca de Babel, escritos todos con los mismos veinticinco caracteres. Su estilo de narración podría definirse como uno donde el narrador omnisciente anula a todos los demás personajes posibles, un libro donde no hay más que la voz del narrador, o que es puro narrador.

Pero, en rigor, habría que decir que sus novelas son parábolas antes que nada. Todas ellas están llenas de reflexiones y son una dicha para las personas a las que les gusta leer los libros en busca de frases citables, tal vez porque piensan que la narración es más un medio que un fin en sí misma. Pertenece a la misma estirpe de Kafka y Calvino, quienes habían recurrido a formas como la alegoría y la exégesis, que no excluyen lo didáctico, con el fin de atrapar (o, al menos, intentar atrapar) esa niebla que se llamó vida moderna y que fue fijación insuperable del siglo XX.

sábado, 12 de junio de 2010

En palabras de otros - Neal Stephenson

Frente a la casa del condestable Moore una gran cabalina, que por su tamaño y masa parecía algo entre un percherón y un pequeño elefante, permanecía estólidamente de pie. Era el objeto más sucio que Nell había visto en su vida: sólo la suciedad incrustada debía de pesar cientos de kilos y evocaba el aroma de la tierra en la noche y del agua estancada. Un fragmento de una rama de moral, todavía con hojas y un par de moras, se había quedado atrapado en una articulación entre dos trozos de metal, y una larga cuerda de milenrama colgaba de uno de los tobillos.

El condestable estaba sentado en medio del bosquecillo de bambúes, envuelto en una armadura de hoplita, igualmente sucia y marcada, que era dos veces más grande que él y que hacía que su cabeza descubierta pareciese absurdamente pequeña. Se había arrancado el yelmo y lo había arrojado al estanque, donde flotaba como el casco abierto de un acorazado. Tenía aspecto demacrado y miraba ausente, sin parpadear, a la kudzú que conquistaba lenta pero inexorablemente a la glicina. Tan pronto como Nell vio su cara le preparó algo de té y se lo llevó. El condestable cogió la pequeña taza de alabastro con sus manos de armadura que podían haber roto piedras como si de rebanadas de pan se tratase. Los gruesos cañones de las armas montadas sobre los brazos del traje estaban quemados en el interior. Cogió la taza de las manos de Nell con la precisión de un robot quirúrgico, pero no se la llevó a los labios, quizá temiendo que podría, por el cansancio, calcular mal la distancia e inadvertidamente destrozar la porcelana contra su mandíbula o, incluso, decapitarse. Tan sólo sostener la taza, observando cómo subía el vapor, parecía calmarlo. Los agujeros de su nariz se dilataron una vez, luego otra.
—Neal Stephenson, La era del diamante
(Trad. Pedro Jorge Romero)

viernes, 4 de junio de 2010

El mejor año en la historia de la CF

Todo comienza en io9. Pero ahora Mark R. Kelly de Locus se pregunta cuál ha sido el mejor año para la ciencia ficción, según se refleja en los libros publicados. Hace poco comentábamos que tal vez los 80 fuera una de las mejores décadas, sin embargo, hay que admitirlo, resolver la cosa en décadas con un género cuya presencia firme es relativamente joven no es tan difícil.

La lista que compila Kelly tiene un gran número de clásicos. Si acaso no se le encuentra la gracia, y la verdad es que más bien no la tiene, a establecer cuál es el año mágico en que la ciencia ficción alcanzó alguna especie de culmen estadístico (mayor número de buenas novelas —y nótese, una vez más, que las listas de esta clase se componen únicamente con novelas—), por lo menos vale como lista de buenas razones para leer CF.

Los años "finalistas" son:

1950
Crónicas marcianas, Ray Bradbury
Yo, robot, Isaac Asimov
El viaje del Beagle Espacial/Los monstruos del espacio, A. E. Van Vogt
La tierra moribunda, Jack Vance
Persecución cósmica, Hal Clement

1953 (en Las 100 mejores novelas de ciencia ficción, David Pringle ya había llamado la atención sobre este año)
El fin de la infancia, Arthur C. Clarke
Más que humano, Theodore Sturgeon
El hombre demolido, Alfred Bester
Fahrenheit 451, Ray Bradbury
Fundación, Isaac Asimov
Mercaderes del espacio, Frederik Pohl y C. N. Kornbluth
Lo que el tiempo se llevó, Ward Moore
Los hombres paradójicos, Charles Harness
Un anillo alrededor del sol, Clifford D. Simak

1968
Todos sobre Zanzíbar, John Brunner
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Philip K. Dick
Campo de concentración, Thomas M. Disch
2001: Odisea espacial, Arthur C. Clarke
El vuelo del dragón, Anne McCaffrey
Pavana, Keith Roberts
Rito de iniciación, Alexei Panshin
Nova, Samuel R. Delany
Un mago de Terramar, Ursula K. Le Guin
The Underpeople, Cordwainer Smith
El último unicornio, Peter S. Beagle
La tercera oportunidad, R.A. Lafferty
Picnic en Paraíso, Joanna Russ
El programa final, Michael Moorcock
Informe sobre probabilidad A, Brian W. Aldiss
Synthajoy, D.G. Compton
La última astronave de la Tierra, John Boyd
Black Easter, James Blish
Las máscaras del tiempo, Robert Silverberg
Ciudad de ilusiones, Ursula K. Le Guin
Maxwell al cuadrado, Clifford D. Simak

1972
Muero por dentro, Robert Silverberg
El libro de los cráneos, Robert Silverberg
Los propios dioses, Isaac Asimov
334, Thomas M. Disch
El rebaño ciego, John Brunner
La quinta cabeza de Cerbero, Gene Wolfe
Apolo y después, Barry N. Malzberg
El sueño de hierro, Norman Spinrad
Again, Dangerous Visions, Harlan Ellison, ed.

1985
El juego de Ender, Orson Scott Card
El cuento de la criada, Margaret Atwood
Música en la sangre, Greg Bear
Cismatrix, Bruce Sterling
El cartero, David Brin
El eslabón perdido, Michael Bishop

1992 (me gusta como se ve este)
Marte rojo, Kim Stanley Robinson
Snow Crash, Neal Stephenson
El libro del Día del Juicio Final, Connie Willis
Un fuego sobre el abismo, Vernor Vinge
Playa de acero, John Varley
China Mountain Zhang, Maureen F. McHugh
Quarantine, Greg Egan

2004
El río de los dioses, Ian McDonald
El atlas de las nubes, David Mitchell
La conjura contra América, Philip Roth
Aire, Geoff Ryman

Dos comentaristas sugieren:

1956
Tigre, tigre, Alfred Bester
Estrella doble, Robert A. Heinlein
La hora de las estrellas, Robert A. Heinlein
To Live Forever, Jack Vance
El sol desnudo, Isaac Asimov
La ciudad y las estrellas, Arthur C. Clarke
La muerte de la hierba, John Christopher
El dragón en el mar, Frank Herbert
Planetas morales, Philip K. Dick
Ficciones, Jorge Luis Borges
The Power, Frank M. Robinson
El increíble hombre menguante, Richard Matheson
Los jugadores de No-A, A.E. Van Vogt

1966 (¡por supuesto!)
Babel 17, Samuel R. Delany
El mundo de cristal, J.G. Ballard
The Dream Master, Roger Zelazny
Tú, el inmortal, Roger Zelazny
Flores para Algernon, Daniel Keyes
¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!, Harry Harrison
La luna es una cruel amante, Robert A. Heinlein
The Witches of Karres, James H. Schmitz

2005
Spin, Robert Charles Wilson
Accelerando, Charles Stross
Learning the World, Ken MacLeod
La vieja guardia, John Scalzi
Nunca me abandones, Kazuo Ishiguro