Frente a la casa del condestable Moore una gran cabalina, que por su tamaño y masa parecía algo entre un percherón y un pequeño elefante, permanecía estólidamente de pie. Era el objeto más sucio que Nell había visto en su vida: sólo la suciedad incrustada debía de pesar cientos de kilos y evocaba el aroma de la tierra en la noche y del agua estancada. Un fragmento de una rama de moral, todavía con hojas y un par de moras, se había quedado atrapado en una articulación entre dos trozos de metal, y una larga cuerda de milenrama colgaba de uno de los tobillos.
El condestable estaba sentado en medio del bosquecillo de bambúes, envuelto en una armadura de hoplita, igualmente sucia y marcada, que era dos veces más grande que él y que hacía que su cabeza descubierta pareciese absurdamente pequeña. Se había arrancado el yelmo y lo había arrojado al estanque, donde flotaba como el casco abierto de un acorazado. Tenía aspecto demacrado y miraba ausente, sin parpadear, a la kudzú que conquistaba lenta pero inexorablemente a la glicina. Tan pronto como Nell vio su cara le preparó algo de té y se lo llevó. El condestable cogió la pequeña taza de alabastro con sus manos de armadura que podían haber roto piedras como si de rebanadas de pan se tratase. Los gruesos cañones de las armas montadas sobre los brazos del traje estaban quemados en el interior. Cogió la taza de las manos de Nell con la precisión de un robot quirúrgico, pero no se la llevó a los labios, quizá temiendo que podría, por el cansancio, calcular mal la distancia e inadvertidamente destrozar la porcelana contra su mandíbula o, incluso, decapitarse. Tan sólo sostener la taza, observando cómo subía el vapor, parecía calmarlo. Los agujeros de su nariz se dilataron una vez, luego otra.
—Neal Stephenson, La era del diamante
(Trad. Pedro Jorge Romero)
(Trad. Pedro Jorge Romero)
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