Una de las cosas a que nos tiene mal acostumbrados Hollywood es esa idea de que las historias de ciencia ficción y fantasía tienen que suponer que el mundo (si no el universo) entero, y con ello quiero decir Estados Unidos y uno que otro país usado con fines metafóricos, depende de las acciones de los personajes, por pequeños que sean. Incluso en una historia como Volver al futuro, donde finalmente se nos cuenta el destino de un adolescente medio nada en un pueblo perdido en las brumas del american dream, la continuidad (¿persistencia?) de la realidad, con todos sus tentáculos, depende de que Michael J. Fox no le mire por demasiado tiempo el escote a la versión joven de su mamá o de lo alto que pueda gritar Christopher Lloyd cada vez que se le quiere hablar del futuro. Por eso cuando uno ve una película como Los cronocrímenes (el primero de los cuales (de ahí el plural) se comete en el título), tiene una primera hora o algo así de retorcerse en la silla tratando de acostumbrarse a la idea de que no es más que la historia de un español más bien simple que descubre por accidente que sus vecinos tienen una máquina del tiempo.
El reflejo condicionado nos haría esperar viajes al pasado remoto, donde hay que caminar con cuidado para no pisar mariposas que pueden, por algún caso peculiar de zoofilia en la familia, resultar siendo los ancestros directos del mismísimo rey David, con lo que seguramente terminaríamos viendo llover donas, o al futuro lejano, donde tribus de niños salvajes luchan por el dominio de un mundo desértico en lo que antes era la ciudad de Los Ángeles, visión de las más traumáticas y violentas que habría que evitar a toda costa. O la historia del viajero bienintencionado que quiere matar a Hitler en su cuna, aliviar el dolor de Jesús con marihuana o preguntarle a Sócrates si en realidad era tan irritante como Platón lo pintó; por no hablar de salvar a Lincoln de morir asesinado por Jack el destripador, quien es en realidad Edgar Allan Poe con gafas oscuras.
Pero no. La historia se desarrolla en un nivel más bien doméstico, donde el único destino apostado es el del protagonista y los desplazamientos no pasan de unas cuantas horas. Es difícil, y por eso tanta tomadura de pelo, hablar de Los cronocrímenes sin dañarla; ni siquiera se puede decir cuál es el cuento de Robert Heinlein al que hace homenaje sin que eso suponga contar el final. Se trata de un thriller (o tecnothriller, por qué no) que funciona como un pequeño rompecabezas que se arma solo y que finalmente espera del espectador apenas un poco de especulación y hora y media de paciencia: Héctor está sentado en el jardín de su casa, mirando con los binoculares hacia el bosque, cuando descubre a una muchacha que se desnuda. Intrigado (sí, claro) se interna entre los árboles y, apenas la encuentra, es atacado por un personaje misterioso que lo persigue hasta un edificio en lo alto de la colina, donde hay unas instalaciones científicas. A partir de allí es un solo suspenso distribuido entre dos (o de pronto tres) misterios.
El título y la transformación del personaje nos pueden invitar a reflexionar sobre el aspecto ético de conocer de antemano las propias acciones y sus consecuencias, y, por tanto, de las decisiones que tomamos en función de ellas. De ser así, no se trataría entonces de ciencia ficción clásica de gran escala, donde se extrapolan los efectos de la tecnología en toda la sociedad (o al menos una sociedad), sino una especulación más modesta sobre nuestras propias reacciones a situaciones que resultan ser más que extraordinarias y sobre nuestra capacidad de dañar y de dañarnos. Pero no me atrevo a decir que así sea como lo ve todo el mundo ni que esa sea la intención más clara del director.
La verdad, no me siento muy partidario de filosofar sobre esta película. Me pregunto si es realmente ciencia ficción o si nos sentimos obligados a pensar que lo es porque hay una máquina para viajar por el tiempo. Lo cual, por lo menos para mí, es como decir que no sé si vale la pena buscarle patas reflexivas o dejarla como una historia que voy a olvidar la otra semana, o mañana. Aparte del inevitable remake hollywoodense, que por su propia naturaleza queda por fuera del caso, no la imagino dejando una enorme estela de influencia. Ni siquiera una muy pequeña. Entre otras cosas porque los elementos que se le elogian, como un guión inteligente (por la forma en que se atan los cabos más que por su estructura —una línea rigurosa— o sus diálogos) y un bajo presupuesto, son ya lugares comunes que se quieren hacer pasar por sinónimos de calidad sin que lo sean necesariamente.
En este momento prefiero verla como un motivo para ponerme a pensar sobre la manera en que “leemos” ciencia ficción. A fin de cuentas, ¿qué es un género: un inventario de motivos o el uso que hacemos de ese inventario? Samuel Delany insiste en que la CF no es un género sino un lenguaje, y lo que ocurre con Los cronocrímenes puede ser una prueba de ello (aunque prácticamente lo mismo puede decirse de cualquier género (valdría la pena ponerse a imaginar lo contrario: que todo lenguaje fuera un género literario)). Es en el cambio que ha sufrido la lectura y en la confirmación de su carácter de lenguaje donde se encuentra la raíz de aquello que ahora conocemos como slipstream o que se ha interpretado como la muerte (una de tantas) de la ciencia ficción. Ahora podemos ver CF donde no la hay, o donde antes no habríamos admitido que la había, y tal vez no sea más que celo lo que nos obliga, en el fondo, ma non troppo, a meter nuestras narices en todos los sitios donde salta un viajero del tiempo o alguien se enamora de su iPod o una nave espacial quebranta la atmósfera.
Calificación: Tres tijeras.
sábado, 26 de septiembre de 2009
Los cronocrímenes (2007) - Dir. Nacho Vigalondo
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1 comentario:
una de las mejores peliculas espanolas que he visto, siendo un fanatico de los viajes en el tiempo me sorpredio gratamente esta pelicula.
de las mejores del genero
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