Bernardo Fernández, BEF, no toma café y pide una Pony Malta. Saca cinco libros y los deja sobre la mesa: tres ejemplares de La calavera de cristal, novela gráfica que ilustró a partir de un guión de Juan Villoro, y dos de Espiral, su “cómic recursivo”. Aprovecho que uno de estos no tiene plástico y lo ojeo. “Pensé que era una autoedición”, le confieso. Hasta el momento sólo lo había visto por fuera y aparte de su nombre, el título del libro y las encomilladas celebraciones de la contraportada no hay más datos externos. “No, es de Alfaguara, sólo que el tonto del diseñador no pudo poner el logo aquí atrás. Yo quería que se supiera que era de Alfaguara, claro”. Pero antes de eso agrega (mi sic): “A esta edad uno ya no puede autoeditarse. Hace años era punk y sacaba mis fanzines”.
Nosotros traemos nuestros ejemplares de Espiral. Guarda los suyos mientras nos pregunta dónde y cómo los conseguimos, y a medida que le describimos la vuelta, incluyendo el temor de que no llegaran antes de que él se fuera del país, y que todavía estamos esperando unas copias de Gel azul, y que no fue posible encontrar Hielo negro a un precio decente, medio agranda sus ojos pequeñitos. “Pues me hubieran dicho y yo los traía”, trata de resolver, pero ni modos; para esas analepsis, la (ciencia) ficción.
Firma los libros con un Sharpie negro y la cabeza un poco ladeada, como si viera con un solo ojo o estuviera copiando de algún lugar el dibujo con que acompaña cada autógrafo. Hace robots y una especie de mostro ojón de boca pequeña. Un BEM dibujado por BEF. Le encargamos un robot para la dedicatoria del libro que nos vamos a quedar y le hablamos de nuestra colección en la librería. Él nos cuenta que también los colecciona y que tiene muchos (“más de 70 robots de juguete”, condenada biografiita). Los que han visto los nuestros pueden reírse. Pero entonces se niega a dedicarnos uno de nuestros cuatro libros y en cambio vuelve a sacar uno de los suyos: “Por lo menos déjenme regalárselo”, dice. “¿Cuánto te tomó terminar Espiral?”, le pregunta Sonia Naranjo, que está tomándose un tinto. Sonia hizo el contacto de inmediato cuando se lo dijimos la misma tarde del martes, el último día de BEF en Bogotá. “Un año”, dice él, pausadito, como en todo momento, concentrado en el dibujo. “Sólo me tomó veinte años, pero lo logré: una novela gráfica”, se lee en el epílogo del libro. No ha tocado su Pony ni siquiera para quitarle la tapa. Sonia le pregunta si quiere descansar un momento de firmar. “No, yo feliz”, responde él frunciendo un poco los hombros.
“Con Pepe Rojo estamos preparando una antología”, dice luego, cuando ya ha terminado y estamos hablando de ciencia ficción. “Se llama 25 minutos en el futuro y reúne cuentos de autores norteamericanos que no han sido traducidos al español”. Los cuentos, no los autores. Me llama la atención que diga norteamericanos. Imagino que incluso hay mexicanos, pero cuando da algunos de los nombres entiendo a qué se refiere: gringos ellos y un par de canadianos (mi sic). Está bien. A México siempre lo preferiremos de este lado de la América. Entre los nombres están Margaret Atwood, Terry Bisson, Eileen Gunn y Bruce Sterling. “Qué bien”, me emociono. Justo hace un par de semanas terminé de leer una novela de Sterling y pude recordar lo mucho que me gusta. Debe notarse: “¿Te gusta Bruce?”, dice. “Bruce es amigo mío”. Y para confirmarlo, subrayarlo, saca su smartphone y nos muestra unas fotos. “Esto fue en una cena en mi casa”. Hay un grupo de personas en una sala de paredes rojas de las que cuelga un par de diagramas de Astroboy. Sterling está en el centro, su esposa Jasmina es la única sentada, y a los lados están BEF y algunos amigos mexicanos de los que va dando nombres y una pequeña acotación: “escritor de ciencia ficción, escritora de fantasía”. Le cuento que esperaba conocer a Sterling hace cuatro años, cuando estuvo invitado al Encuentro Fractal 09, pero no pudo venir y en cambio mandó un video. Lo mismo que a Lucius Shepard, que entonces tuvo problemas de salud y por estos días justamente se está recuperando en el hospital de una apoplejía. “Lucius también es amigo mío”, sonríe. Diría que lo está disfrutando. “Es un gordo como de 1,90. Cuando estuvo en México lo llevé a conocer el mercado de Sonora y estaba fascinado con las calaveras. Pero daba dos pasos y se quedaba sin aire”.
“La ciencia ficción en Estados Unidos no está pasando por un buen momento”. Al principio creo que se refiere a la calidad o a su propia versión de la muerte del género, pero antes de que alcance a llevar la conversación por ese lado agrega: “Si le dices a un autor que vas a traducir uno de sus cuentos, te lo agradece”. Mientras habla juguetea con su perilla canosa y rectangular. “Para la antología hicimos las traducciones nosotros mismos. Traducciones al mexa. Sólo uno de los cuentos estaba en español, el de Bisson, ‘Los osos descubren el fuego’, pero en una traducción españoleta. Si no son traducciones españolas, son argentinas, y no queríamos eso”. Terminamos hablando de ciencia ficción colombiana. Le contamos de las peripecias para conseguir los títulos y la sensación consecuente de estar buscando fragmentos de algo sin nombre en un paisaje todavía sin forma. Bueno, no fue tan elaborada la cosa durante la conversación, aunque esa es la sensación. “Pero la mejor novela de ciencia ficción latinoamericana que he leído es colombiana: Iménez, de Luis Noriega”, celebra, y luego: “Deberían rescatar a Rebetez”. Le pregunto si en México es posible conseguir números de Crononauta, la revista que Rebetez editó. Dice que no. Obviamente, dice su cara. Pero luego nos cuenta que un amigo suyo está en la tarea de digitalizarla.
Nos despedimos en la puerta del Oma. “También soy amigo de Rudy Rucker”, dice sonriente, por alguna razón distraída, mientras salimos. Shepard y Rucker están incluidos en la antología. Su vuelo sale temprano en la mañana del miércoles. Esa tarde Angélica me llama mientras peleo contra casi trescientas líneas sobre formas alternativas de generar energía en el Chocó. “Llegaron los Gel azul”, me dice.
miércoles, 9 de octubre de 2013
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